—En Quito trabajaba en una agencia de publicidad y me transfirieron. Necesitaban a alguien acá y yo, como no tengo familia ni mayores compromisos, era el más idóneo —le decía a Carmita cuya invitación a tomar un café no había podido evadir.

Me contó, siempre sonriendo, que era editora de un diario importante, que tenía dos hijos pequeños y que su esposo era médico. Que había vivido siempre en Guayaquil y que era hija única. Que su padre vendría a vivir con ellos la semana entrante porque se encontraba delicado de salud y que su marido es marino y que pasa mucho tiempo fuera de la ciudad. Terminada la charla, agradecí por la cordial bienvenida y me ofrecí a ayudarle un día de estos con su computadora personal que, al parecer, está infectada de virus informáticos. Una editora de un periódico puede resultarle muy útil a la investigación, por lo que trataré de cultivar una amistad con Carmita.

Salí del departamento y llamaron mi atención unos gritos provenientes de uno de los pisos inferiores. Era una voz masculina, tan grave que dolía. Conforme me acercaba el vozarrón incompresible golpeaba más y más contra mis oídos. Me detuve frente a la puerta del departamento del décimo piso. Transcribo a continuación lo que, entre gritos y gemidos, alcancé a comprender: "Siempre es la misma pendejada contigo ¡Carajo! Eres una inútil, buena para nada.... planchar una camisa... ¡Mierda! No sirves para nada... ¡Carajo!"